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Textual documenta
Alfredo Pita











 


 

 

NOVELA


El Cazador ausente

Primera parte, Capítulo primero (fragmento) *

¿Cóndores? ¡Me friegan los cóndores!
César Vallejo

Canta, Odiosa, el viaje de retorno, por encima del tiempo oscuro y de mares sin nombre, del varón sin astucia, del hijo de la montaña y del desierto, del que pudo volver. Canta, Melindrosa, si quieres o si puedes y, si no, hazte a un lado y da paso al coro. ¿Que no hay coro? Que el Círculo, entonces, o lo que quede de él, entone lo que pueda entonar y complete la historia, que no por banal es menos digna de ser oída, y que, como cualquier otra historia de hombre, nos sirva de conjuro y nos aliente ahora, junto a los fuegos que iluminan las ruinas de la antigua ciudad. Sonó una trompeta como un graznido metálico y doliente. Luego de nuevo se hizo el silencio y los ojos parpadearon, heridos. Un chorro de luz entraba por la ventana a través de la cortina delgada y casi blanca. La mañana debía estar ya más que avanzada, se dijo. El hombre se cubrió los ojos con una punta de la manta y se hundió de nuevo, lentamente, en aquel mar pasmado, en las tibias entrañas de la nada.

En aquel tiempo, el hipócrita invierno de Lima comenzaba en abril, en los últimos días de abril, para ser más precisos. Y se sabía que había llegado cuando en la madrugada, en el momento en que la oscuridad era devorada por una claridad incierta, desde el cielo insondable y sucio, desde la única e inmensa nube que cubría la ciudad, empezaba a caer sobre las azoteas y calles desiertas, sobre la cabeza de los panaderos y de los últimos borrachos, una ducha fina y lenta, una llovizna ingrávida, la garúa, ese escupitajo sutil que celebraban los valses criollos. Luego venía el día gris, monótono, húmedo, triste más que frío, con su falta de luz y con sus interminables cortejos de gente que, en medio del humo y del ruido, se entregaba a su desesperado afán, a sus ocupaciones misteriosas, a sus inconfesables proyectos.
Viajaba desde hacia horas, o días, o años, ya no lo sabía. Pero sí era cierto que estaba muy cansado y que desde hacía un buen momento alimentaba pensamientos siniestros, típicos en él al final de un largo viaje. El avión rompió súbitamente el colchón de nubes y él se dijo que estaban ya cerca del puerto del Callao. Pudo ver flecos de la inmensa ciudad, de la red de miles y miles de luces débiles y titilantes, muchas de ellas en movimiento, que irisaban la noche de la capital del Perú. Con un reflejo nervioso pegó la frente a la ventanilla y tuvo la sensación vertiginosa de que se alejaba en lugar de acercarse a ese gigantesco fuego fatuo, de que subía en lugar de bajar hacia esa mancha palpitante de lava que nadaba en el abismo. A lo lejos se veía también pequeñas colinas iluminadas que no supo identificar, mientras algunas luces de colores parpadeaban en medio de ese enjambre sin fin de agónicos insectos amarillos.
Más allá del zumbido de los reactores, una silenciosa oscuridad envolvía ese lado del planeta, contaminándolo todo con el viento quieto de la gran noche universal. Y el Perú, el enorme, el sombrío, el miserable y alegre, el violento Perú que había dejado hacía ya tanto tiempo, estaba abajo, dormido y, a la vez, crepitando todavía como una inmensa hoguera que se extingue. Se sentía solitario y cómodo, sentado allí, en los límites del espacio y del mundo. Estaba en el aire, en vilo, no sólo con respecto a su patria, a su suelo, sino también con respecto a su vida. Una gran paz lo envolvía todo, pero él sabía que ésa era sólo una sensación fugaz, por lo que la saboreó un instante.
Un solo instante, sí, porque de pronto comenzó a sentir, como en otro tiempo, que esas luces que lo fascinaban no eran otra cosa que el destello del ojo de un monstruo nutrido de pasado, cuyos lomos y garras se escondían en las tinieblas, latiendo también con brillo oscuro y secreto y que, con pausada respiración, con rugido contenido, se hallaba desde siempre al acecho, a la espera del momento del asalto y del zarpazo. El Perú, la patria amada y odiada, dormía desde el comienzo del tiempo allá, abajo, con un ojo abierto, alimentando rencores viejos como su propia historia. Tal vez ya ni siquiera atenta al momento de acabar con algo o con alguien, sino simplemente a la escucha adormecida y febril del estrépito y del gozo, del fogonazo y del orgasmo, del degüello y del último estertor, de la danza de la vida y de la muerte que en ese momento mismo se daba, seguramente, a lo largo de su enorme y áspera piel, de su piel que rezuma sobre sus flancos algo como la sangre, el sudor, el sueño líquido de un animal enfermo.

Volvió a escuchar el graznido metálico y, ahora sí, despertó de verdad. Entendió que no había trompeta ni pájaro extraño, que sólo eran los cornetazos de un heladero que pasaba por la calle. El hombre sonrió. Decidió terminar con esa duermevela lúdica e inquieta, que ya se prolongaba demasiado, y con un largo bostezo se incorporó. Buscó con gesto torpe su reloj en la mesa de noche. Era ya casi la una de la tarde. Con razón, pensó. Todo lo que le rodeaba le era ajeno y, a la vez, familiar. Y era verano, claro. Antes, si recordaba bien, en Lima los heladeros empezaban a circular a esa hora, la del almuerzo.
¿En Lima? Sí, estaba de nuevo en Lima. De nuevo respiraba, en ese momento, el aire de la vieja ciudad, donde todo había comenzado.

© Alfredo Pita

* El Cazador ausente, Ed. Norma. Bogotá 1999

 


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El fantasma del Congreso - La polèmica literaria peruana
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A PROPOSITO
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Víctimas de una historia implacable y sin fin - Ciberayllu
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