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Textual documenta
Alfredo Pita











 


 

 

CUENTO
 

La sombra del Aneto

Tomado de Morituri *
Para Marión y Dante,
al calor del fogón.

GOYCOCHEA SE DIJO que lo que estaba viendo no podía ser real, que era su cabeza, que el aire de la montaña lo había mareado y le estaba haciendo imaginar todo eso. Desde el valle, a un ritmo veloz, evidente, las nubes subían, rampantes, pegadas a las laderas, devorando los árboles. Era como si un mar gaseoso, mudo, embravecido, se hubiese propuesto alcanzarlo en esa cresta, la que, a ese paso, en poco tiempo se convertiría en promontorio, en arrecife, en isla. Estaba fascinado: en quince o veinte minutos la neblina llegaría a la cima y entonces todo sería blanco, el mundo de abajo y el mundo de arriba. El hotel, todo el planeta quedaría sumido en ese manto lechoso, asfixiante.
¿Asfixiante, José Ignacio Goycochea? La palabra lo dejó como pasmado. ¿A ese punto estaba llegando su inseguridad ahora?
Con una sonrisa intentó diluir la angustia que comenzaba a subirle por el pecho. Esa crecida de nubes que venía desde abajo contradecía, por supuesto, todos sus esquemas de habitante urbano, pero no era para tanto. Arriba el cielo todavía seguía azul y en él se movían otras nubes, viajeras, blanquísimas, eternas: las que había ido a buscar a los Pirineos y que casi había olvidado con la preocupación de los últimos días.
Levantó los brazos y respiró. En todo caso, no debía molestarle que el mundo se agitase un poco en torno suyo. Esa ola que amenazaba con convertir en algo concreto el aire que lo rodeaba, al menos iba a romper con esa monótona sucesión de días transparentes y limpios, con esos inmensos espacios que desde su ventana, o, como ahora, desde la montaña, podía divisar, y en los que las crestas del Aneto y de los Montes Malditos, lejos, en el horizonte, eran lo único que realmente lo motivaba. Claro, tenía sus razones.
Como movido por un resorte, tornó la mirada. Sí, allí estaba el Aneto, el nevado que lo había acompañado en esas dos semanas en el Gran Hotel de Superbagneres. Se detuvo un instante para despedirse. Despedirse por unas cuantas horas, porque esa neblina sólo iba a durar, a lo sumo, la noche que ya se venía encima. Por la mañana volvería el sol para hacer brillar su cresta blanca, azulada, contra ese cielo de un azul profundo y quieto. El Aneto había sido un buen camarada, sí, pero en los dos últimos días él casi lo había olvidado. Esa separación momentánea, sin embargo, no les caía mal, a ambos, se justificó. Sabido es que hasta los mejores amigos terminan molestándose cuando se pisan demasiado los callos.
Claro que, en este caso, el Aneto no era el que buscaba, el necesitado. Todo lo contrario. Goycochea sintió que, pese a su sonrisa, un viento de tristeza le lamía el rostro.
En contraste con la neblina del valle, el Aneto estaba rodeado, en ese momento, de un fulgor dorado. Junto con las otras cimas de la cadena, el nevado brillaba, con sus hielos eternos, bajo las últimas luces de día. Qué diferencia entre ese cielo transparente que se extendía al infinito, en el horizonte, y esa nube sombría que reptaba a sus pies, montaña abajo, que subía voraz, infatigable, enredándose en los abetos, pinos y avellanos.
Ver de nuevo las montañas y saber que seguían allí, del otro lado de la frontera, le calentaba, por así decirlo, el corazón. Su sonrisa se transformó en real contento, del que intentó sacar ánimos, y, ciñéndose el anorac al cuerpo, con las manos hundidas en los bolsillos, dio la espalda al precipicio y comenzó a caminar de vuelta hacia el hotel.
Miró su reloj. Eran ya casi las seis.

En realidad, la tarde había comenzado mal.
Después de almorzar, como cada día en esas dos semanas, había salido a dar una vuelta por los alrededores, esta vez con la Apología de Platón en el bolsillo. La espera lo estaba fatigando y comenzaba a ponerse nervioso. No se había alejado de inmediato del hotel. Se quedó un momento en el mirador, contemplando el hondo valle donde estaba Luchon.
Las pocas nubes bajas que, a esa hora, como jirones fugaces flotaban a sus pies, no le impedían ver, minúsculos, el estadio, el campo de aviación e, incluso, un planeador que como una enorme ave silenciosa se acercaba a las laderas para luego virar y elevarse, plácidamente entregado al viento. Luego se puso a caminar, alejándose del edificio, bordeando la pendiente. Abajo, en el valle, Luchon parecía dormir, con sus termas y sus curistas, devorada por la rala neblina. Finalmente, se sentó en la hierba, a leer, pero terminó tendido sobre el casacón, dormido y con el libro abierto al lado.
¡Estás durmiendo mucho últimamente, Goycochea! ¿Cuánto había durado esa siesta? No lo sabía. Casi dos horas. Ni que estuvieras realmente enfermo. Lo despertó el frío y esa sensación vieja y súbita de que el mundo era raro, de que él era extranjero en todas partes, estuviese donde estuviese. Le ocurría cada vez que se acercaba a un momento decisivo, cuando comenzaba a tener conciencia del peligro.
Ahora, las manos en los bolsillos lo protegían del frío, pero se sentía terriblemente solo, como si no estuviera acostumbrado.
La llamada que estaba esperando la había recibido la víspera.
Parte del material iba a llegar por correo. Era lo más seguro, ya estaba probado. Llegaría a lo sumo en dos días, recomendado. El resto llegaría como siempre. Tornó la mirada una vez más hacia los nevados. El frío, la neblina que comenzaba a enrarecer el aire, le estaban dando sed. En el paladar sentía esa humedad turbia que no le gustaba nada, ni a él ni a sus pulmones, y que sólo un buen trago podía barrer. Avanzó con paso lento hacia el gran hotel. La mole, solitaria en la cúspide de la montaña, testigo del vértigo de los esquiadores en los días de nieve, ahora parecía resignada a la vegetación, a los abejorros, a las florecillas blancas y amarillas que crecían en las pendientes. Superbagneres se preparaba para el letargo de los meses de verano. La primavera estaba terminando.

En las ventanas del bar del hotel ya había luz. Se frotó las manos con energía. Sí, por lo demás la cosa era casi cómica, cómica y preocupante. No sentía, por ejemplo, que esos nevados, y en particular el Aneto, estuviesen en Lérida, provincia abstracta de un país extraño y enemigo. Sentía, hondamente, que estaban en España. ¿Qué le estaba pasando? ¿A la vejez, nostalgias? A él, que venía de Guipúzcoa, donde su gente no dormía en paz soñando con otras banderas, con otras fronteras y toda la mar en coche, como decía su primo Txomín, el perulero, que no hubiese dejado de decirle, riéndose y con una fuerte palmada en el hombro, que un vasco melancólico de España era lo único que faltaba en la familia. Txomín, que se había ido a Lima, lejos de todo eso. Llevado por sus padres, claro está, cuando apenas tenía cuatro años, como decía hipócritamente, mientras levantaba un dedo y ponía una cara más que satisfecha...
Como cada anochecer, en las dos semanas que ya llevaba allí Goycochea, el bar estaba desierto. En el día llegaban a refrescarse los turistas y curistas de Luchon que osaban la subida a Superbagneres. A la caída de la noche, sólo quedaban él y algún rezagado, algún amigo o amiga del señor Blanchet, el muchacho de Tarbes al que la administración le había el hotel durante esa interseason.
Tan pronto cerró la puerta, Blanchet se le acercó, sonriente. Buenas noches, señor Mora, ¿ha tenido un buen paseo?
Desde el comienzo, desde el día en que llegó, el muchacho se había muerto de ganas de preguntarle por qué se alojaba allí; por qué, si tenía problemas respiratorios, no se quedaba abajo, en la ciudad, en uno de los tantos hoteles cerca de las termas, donde había más gente y todo era más animado. Precisamente por eso, porque no le gustaba la gente y menos la que tenía problemas de salud como los suyos. Esa fue su respuesta la noche en que Blanchet lo interrogó, por fin, mientras ponía un vaso en la mesa. Además, dijo, necesitaba un poco de calma porque quería concentrarse en un proyecto, en el guión de una película detectivesca que se preparaba en París. .
La curiosidad de Blanchet se transformó en abierta admiración cuando se enteró que tomaba notas sobre el hotel y la región para el filme. Ahora lo entendía todo. Le confesó incluso, avergonzado, que al principio, viéndolo así, solo, se había preguntado si no sería un prófugo, alguien que huía de la justicia. Ambos rieron de la ocurrencia. Y no es que hubiese pensado en llamar a la policía, ni nada por el estilo, se disculpó Blanchet, pero había sentido una cierta inquietud, tenía que comprenderlo. Le dio detalles sobre la vida de un encargado de hotel en Francia. Por qué, por ejemplo, ahora los pasajeros ya no firmaban una ficha, como antes, a su llegada, lo que no quería decir que la policía no mantuviese el contacto, etc. Discreto gascón que no contradecía la leyenda, sonrió. Después, el hombre se limitó a ser atento y servicial, dándole todo lo que le faltaba: un abundante desayuno cada mañana y, al mediodía o por las noches, cuando no bajaba a la ciudad, bocadillos diversos. Ah, y eso sí, el trago que apetecía en el momento en que lo necesitaba.
La siesta le había dado frío. Un whisky doble, pidió. Quitándose el anorac se dirigió a su rincón favorito, cerca de la ventana. Sacó el libro del bolsillo y estuvo a punto de abrirlo, pero finalmente lo abandonó sobre la mesa, Blanchet ya se acercaba de nuevo con el vaso y un papel en la mano. Lo habían llamado esa tarde. La misma persona que el día anterior, pero no había dejado mensaje. Nada importante, dijo que insistiría después. Tuvo ganas de preguntarle cómo diablos sabía que se trataba de la misma persona, mientras acariciaba el vaso tallado, pero se quedó en silencio. Le agradeció con una sonrisa y, cuando el otro ya se retiraba, lo detuvo. Le pidió un plato de jamón, pepinillos en vinagre y pan.
Ahora era él mismo el que se preguntaba por qué diablos había instalado allí su observatorio, su cuartel de espera. Luchon, pase. Pero, ¡ir allí, al desierto Gran Hotel de Superbagneres, a mediados de junio! ¡Era realmente tener ganas de que se fijen en ti, Goycochea! ¿De dónde sacaba tamañas ocurrencias? ¿Estaba perdiendo los papeles? De varios tragos, lentos y pausados, dio cuenta del vaso de whisky.
El había sido quien sugirió Luchon. Su argumento decisivo fue, precisamente, que se trataba de un sitio lleno de gente foránea en esa época. Nadie se fijaría en él, estaba seguro. Había visitado la estación termal en otro tiempo y era el marco perfecto para lo que iban a hacer. A través de varios pasos, la frontera española estaba prácticamente al alcance de la mano. Con un buen auto, como el Peugeot 305 que recomendaba conseguir, y por el paso de Portillon, en cuestión de media hora se estaba del otro lado. No creía que la policía de ambos países se fijaría mucho en los curistas de Luchon, que lo único que necesitaban era aire y sol, y no meterse en problemas, arguyó. Al final, todo se decidió en ese sentido. Y unas semanas después, con un equipaje mínimo, y con la debida orden del médico para tratarse en las termas, había llegado, convencido de que era el punto ideal para recibir el material y para deslizarse hasta Viella, donde debía esperarlo la posta.
Y seguía convencido de todo eso. Sólo que las cosas estaban cambiando un poco. Goycochea movía la cabeza en silencio cuando Blanchet apareció con su pedido. Y con un vaso de cerveza, por supuesto, que ya conocía los gustos del señor Mora. Y no había empezado a comer, cuando reapareció, esta vez con un gran plato de patatas al vapor, además de la sal y la mostaza en la otra. Estaba comiendo muy poco, el señor Mora, no debía olvidar que estaba en tratamiento. Esas cosas tenía el buen gascón: si no eran patatas eran vainitas y, si no, pastas. Y, un día, en el almuerzo, fue un cassoulet hecho en casa que durante horas lo dejó congestionado de gratitud. Comió y, rápidamente, acabó con todo.

¿Qué es lo que estaba pasando con él? Las ganas de reír se le habían ido. A su espalda, detrás del edificio, estaba el Aneto, envuelto en la noche. ¿Y si la neblina, los últimos rayos de sol y esas ganas de dialogar con las montañas lo hubiesen puesto al desnudo ante sí mismo? ¿Y si hubiesen actuado, todo eso, como un revelador químico capaz de poner al descubierto, ante sus ojos, ciertas zonas grises de su alma?
A veces uno ve sólo lo que quiere ver. De pronto percibía en sí mismo, nítidamente, una serie de sentimientos que tal vez siempre estuvieron allí, pero a los que nunca había hecho caso, por la misma razón por la que no se presta atención a ciertos muebles viejos de la casa en que se vive. De pronto uno de ellos cruje, deja caer una tabla, y es como si nos llamase, como si quisiera ponerse en nuestro camino para hacernos caer, para recordarnos que existen. O como cuando, ante el espejo, uno se sorprende diciéndose, pero, y este lunar, desde cuándo lo tengo aquí, junto a la oreja. Son las cosas que de tanto verlas se han convertido en invisibles.
Sí, Lérida, al otro lado de la frontera, le calentaba algo más que el corazón. Quién sabe un día descubriría que amaba a España entera e incluso a Portugal, que toda esa puta península le hacía falta, que finalmente él era parte de todo eso que había odiado con tanto ahínco y convicción. Terminó la cerveza que quedaba en el vaso y, tras retener por un instante el líquido en la boca, recostó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos.
Nada era inocente en las opciones de cada uno. Eso se lo había enseñado el tiempo. Se puso de pie y se acercó a la ventana. El ánimo se le estaba ennegreciendo, en perfecta armonía con la oscura niebla que ya lo cubría todo afuera, seguramente. Por lo pronto, él no veía nada, sólo la noche cerrada. Pero sabía que afuera estaba la nube. Hasta podía imaginar que el hotel se hallaba en medio del océano, solitario, sobre un peñón, o en el centro de una ciudad devastada, inmediatamente después de una deflagración que sólo hubiese respetado el viejo local. La realidad era que él estaba en medio de una montaña, rodeado de la noche y de su propia historia. Eso era todo, salud, Goycochea. Pidió otra cerveza.

No tenía que rascar mucho para saber por qué propuso Luchon a la gente de Biarritz. El valle de Arán lo había fascinado desde muchacho. Y había sido así desde que un día supo, por boca de un amigo de la familia, que le pidió discreción, que por esos parajes habían terminado los días de su padre. De ese honrado estudiante de derecho, como lo llamaba su abuelo materno, con sorna, cuando hablaba delante de él, pensando seguramente que no entendía nada de nada. De ese valiente cagatintas, como decía cuando creía que él no escuchaba, del miserable que un día de 1955 había decidido largarse a París, para seguir estudiando, y que se olvidó para siempre de que tenía una mujer y un crío.
Por esos parajes, enrolado en una de esas oscuras columnas de guerrilleros y saboteadores que enviaba el partido, en la primavera de 1958, había reaparecido Francisco Goycochea, el estudiante al que, según decían, él se parecía tanto. Hasta en los anteojos de carey, redondos, a la antigua, como decía su madre. Y allí habían terminado los pasos del viejo, que era más joven que él ahora, que rodó, boqueando sangre, con dos enormes agujeros en el pecho. Balas de cacería, gracias a un chivatazo, al parecer.
Los guardias civiles los habían estado buscando durante todo un día en la montaña y ellos no se dieron cuenta. Al atardecer, cuando salieron de entre los pinos y avanzaban en hilera separada por un sendero descubierto, desde la ladera del frente los acribillaron. Su padre fue uno de los tres alcanzados por las balas, pero mientras los otros dos se despeñaban, él cayó en una zanja, junto al talud donde se había refugiado el resto del grupo. Lo arrastraron hasta los árboles y allí se quedaron quietos, observando el movimiento al frente. Los guardias civiles no los buscaron, seguramente debido a la hora. El estudiante se extinguió allí, en cuestión de minutos, intentando articular el nombre de su hijo en el oído del compañero que le sostenía la cabeza. El que le había contado la historia, precisamente. Para que todo lo que pasó no se quede en el aire y porque era bueno y justo que un muchacho como él, al cumplir dieciocho años, supiese de qué temple estuvo hecho su padre. Todo eso había ocurrido una tarde de fines de mayo, cuando él apenas tenía tres años. Y había ocurrido en una de esas montañas. En una de esas laderas que ahora escondía la noche y la niebla. Allí había acabado el viejo, mirando el Aneto, tal vez. O con los ojos prendidos en una de esas pequeñas flores amarillas que cubren los Pirineos en esta época y que los franceses llaman botón de oro. ¿Un digno final para un español quijotesco, repleto de sueños? No, nadie merece acabar así. Ahora lo sabía.
También él se fue a vivir a París, a hacer vagos estudios de derecho internacional, de filología, de literatura. Pero su compromiso fue diferente. Sus opciones terminaron siendo las de sus amigos, las de la gente que lo rodeó desde pequeño, desde que su madre, que nunca se proclamó abandonada por lo demás, decidió dejar Barcelona e instalarse en San Sebastián, en la casa de sus padres. A partir de entonces, todo transcurrió en forma casi natural. Natural su adolescencia solitaria y dolorosa; naturales su juramento, su militancia, su violencia; natural la sangre que había visto, que había palpado, que había derramado. Naturales hasta esas dos semanas pasadas en ese hotel, con sus treinta años a cuestas y con su enorme fatiga.
Y hasta aquí hemos llegado, Goycochea. Sin ver las cosas con mucha claridad, pero dispuestos a sacar al aire los años oscuros, los años vividos sin pensar realmente en los demás. Años en que nos movimos empujados más que por el odio, que existía, por esa sensualidad que produce la muerte. Aquí estamos. Terminó su cerveza y se quedó pensando en si pedía otra o si subía a su habitación a leer un poco o a dormir. Optó por lo segundo. El día siguiente iba a ser intenso, estaba seguro.

Cuando bajó a desayunar, a eso de las nueve, Blanchet lo estaba esperando con una boleta. Señor Mora, una notificación para recoger un paquete en la oficina de correos de Luchon. Goycochea le agradeció con naturalidad mientras doblaba la cartulina amarilla y se la guardaba en el bolsillo. En ese momento sonó la centralita telefónica y Blanchet respondió. Es para usted, señor Mora. Frunció el ceño, eso no estaba previsto. Respiró al acercarse al aparato. Escuchó atentamente. Hasta más tarde, entonces. Los espero. Eran los tíos de Bayona, que estaban en camino, que iban a Luchon a visitarlo. Colgó el teléfono y se quedó mirando el aparato. A eso de las dos de la tarde estacionarían en la plaza, frente a las termas.
Pidió un doble crema y medias lunas. Ah, y una buena manzana. Movió el café lentamente, como si el azúcar demorase en diluirse. Así que había llegado la hora. Bebió el café con calma, engullendo con sano apetito, a grandes bocados, el pan mantecoso. Se despidió con un amplio gesto de la mano y Blanchet le deseó que se divirtiese en la ciudad.
Afuera, la neblina se había estancado sobre el valle. Todo estaba húmedo, como si hubiese llovido. Tendría que bajar con cuidado. No era hora de desbarrancarse ni de ir a hacerle compañía a las vacas que pastaban en las laderas. Sus cencerros y mugidos parecían más nítidos a esa hora. Las había descubierto un día, desde su ventana, y le hizo gracia cómo trepaban, cómo mantenían el equilibrio. Suponía que la calidad de la hierba justificaba ese ballet que, objetivamente, era aéreo. Le gustaba verlas balancearse, dudar entre dar otro paso o tascar de frente el cielo, una nube, mientras se azotaban suavemente el lomo con la cola.
Jolines, Goycochea. Con un poco de lucidez, y, sobre todo, coraje, tal vez hubiese podido ser feliz de esa manera. Un pueblo perdido, una montaña, una pequeña cabaña en medio de los bosques, a la manera de Thoreau. Allí hubieses leído a los viejos filósofos griegos, a los padres de la Iglesia, a los apóstatas, a los herejes de todos los tiempos, todo lo que te interesaba realmente. Y allí hasta tal vez habrías escrito, hijo mío. Y te hubieras ahorrado tantas cosas. Sobre todo esa constatación que lo asaltaba por las noches de que su vida era una cadena de equivocaciones. Una trenza de tal modo urdida que a esas alturas ya le era difícil librarse de ella. Difícil, sí, pero ¿era imposible?
Una camioneta que subía casi lo sorprende en una curva, por lo que redujo la velocidad a treinta por hora, y procuró mantenerse rigurosamente a la derecha. Al promediar el descenso de la montaña vio que la neblina se disipaba y que se convertía en un difuso colchón de nubes instalado entre la cumbre de Superbagneres y la ciudad. De pronto comenzó a sentirse más animado. Finalmente no había como la luz, la claridad, las cosas concretas, que hacen que el hombre actúe en la realidad, lejos de las peligrosas especulaciones que incitan al extravío. Al yerro, como decía su abuelo materno.

La muchacha del correo era pelirroja y le sonrió mientras le señalaba donde debía firmar. Aquí, por favor, señor. Tenía grandes dientes, pero era bonita. Le dijo algo sobre el peso del paquete, que venía recomendado, y él hizo una broma sobre su madre, que creía que debía abrigarse y que le enviaba jerseyes, conservas hechas por ella. La chica sonrió de nuevo pero también frunció levemente el ceño, antes de volver a sus ocupaciones. Le buscó la mirada y ella le sonrió de nuevo, pero en forma esquiva esta vez. Tal vez pensaba que había gente indiscreta que no vacilaba en contar a cualquiera sus asuntos familiares. O quizás eran ideas suyas. Tal vez la chica sólo quería seguir vendiendo tranquila sus estampillas.
Puso el paquete en el asiento trasero del auto y se dirigió hacia el parque de las termas, donde estacionó cerca del tiovivo infantil. A esa hora, como todas las mañanas, iba y venía una multitud de curistas. Ya eran las diez y cuarto. En poco más de tres horas, debía encontrarse con ellos, allí, en ese lugar. ¿Para qué venían? ¿Querían darle una mano, darle protección? ¿O había otra cosa? ¿Las sospechas de sus amigos iban acaso más rápido que sus propias intenciones? Podía ocurrir, cosas de ese tipo había visto. Descendió y con naturalidad atravesó el parque, atento a si lo seguían o a ver si alguien se acercaba al vehículo. Luego dio un rodeo y fue hacia la avenida de Etigny, hasta una librería donde compró una novela de bolsillo y un rollo de cinta adhesiva, ancha y sólida.
Tranquilo, Goycochea, que no eres novato en estas cosas. Con paso lento, volvió hasta el automóvil. No, aparentemente nadie se había preocupado por él desde su salida del correo. El paquete no había despertado sospechas.
Condujo el automóvil, primero lentamente y luego a mayor velocidad por las calles cercanas al casino. No vio nada alarmante. Por fin, convencido de que todo iba bien, salió hacia la ruta de Saint Gaudens. Estaba sereno, pero sentía que la grave decisión estaba tomando forma en su cerebro. ¿Lo haría realmente? ¿Y si cumplía ahora, por última vez? ¿Habría una última vez? En determinado momento, después de un gran panel de publicidad, cogió un desvío y se internó por un pequeño camino abandonado. Se detuvo y se quedó inmóvil, con toda su atención despierta, mirando los vehículos que pasaban a lo lejos por la carretera principal. Eran ya las once de la mañana y el sol golpeaba fuerte en las latas brillantes del Peugeot. Por fin se decidió, bajó y se instaló en el asiento trasero, donde estaba el paquete.
Lo abrió con cuidado, utilizando la navaja suiza de mil recursos que él mismo se había regalado en otro tiempo. En varias bolsas de plástico, bien sujeto con cintillos improvisados, estaba el dinero. Eran dólares. ¿Cuánto habría? Al menos cincuenta mil. Parte de algún rescate, sin duda. Y envueltos en papel encerado y con varias capas de un vinilo lleno de bolsitas de aire, especial para protegerlos de los choques, estaban los tres panes de esa sustancia pastosa y maleable que le recordaba la levadura con que se preparaba el pan en su casa. Cada uno debía pesar medio kilo, al menos. Apretó levemente con el dedo uno de ellos y sintió esa textura casi benévola, elástica, que bien hubiese invitado a un niño a amasarla como arcilla, a hacer patitos, gatos, muñecos sonrientes. Era suficiente cantidad como para hacer volar un edificio. ¿A quién se lo tendrían destinado los de San Sebastián?
Rehizo los paquetes en forma separada, utilizando al máximo el vinilo con bolsitas de aire y, apeándose de nuevo, levantó el asiento posterior y colocó todo en las cavidades protegidas especialmente preparadas para el caso. Estuvo a punto de lanzar la caja lejos del automóvil, pero, haciendo economía de gestos, optó por dejarla en el suelo, cerca de la carretera. La primera parte de su cometido estaba cumplida. Ahora faltaba la segunda, la más difícil: pasar con todo eso la frontera. Y sin ser detectado. Pero, ¿lo iba a hacer realmente? Y, ¿para qué venían los de Biarritz, querían acompañarlo? ¿Estaban locos?

El tiempo corre, Goycochea, ¿tomas o no una decisión? Tendría que invitar a alguna de las curistas que había conocido en esos días, en los periodos de reposo que dejaban las insuflaciones, la ducha jet y el vaporarium. Sí, debería hablar con alguna de ellas. Y más de una estaría dispuesta a acompañarlo, encantada, a dar un paseo por Lérida, estaba seguro. ¿Tal vez la maestra de Lyon que leía La montaña mágica, de Thomas Mann? Todas las noches, elegante, triste y aburrida, se paseaba por la sala de juegos o por el bar del casino, mirando al vacío, mirando su pasado, ojerosa, mientras él la observaba desde la barra, paladeando, huraño, su whisky. Sí, ¿por qué no?
La vuelta al hotel la hizo con la mayor prudencia. Sabía bien que la explosión era casi imposible sin el fulminante adecuado, pero un buen choque de carretera, un incendio, desatarían el infierno. Si alguien se estrellara contra su auto, en ese momento, dejaría a Superbagneres sin carretera y él se iría de frente al cielo, literalmente. No, no debía esperar el fin de semana, no era prudente. Vería qué querían sus amigos, si es que eran aún sus amigos y, al día siguiente, después de la cura, hablaría con la maestra de Lyon. La invitaría a almorzar en el Valle de Arán y, una vez en España, se las arreglaría para que vuelviese sola. Pretextaría una avería del carro, unas ganas súbitas de volver a ver a su madre, o a amigos, cualquier cosa. No habría problemas, estaba seguro. Pero, ¿realmente iba a hacer eso?
Llegó al hotel sin problemas y estacionó cerca del mirador. Así corría menos riesgos de que alguien lo chocase. Blanchet se le acercó sonriente. No se había quedado en la ciudad, señor Mora, ¿almorzaría en el hotel? No, se lo agradecía, sólo venía a tomar una ducha, a relajarse un poco, tenía que volver a Luchon. ¿Un whisky en la habitación? No, tampoco. Estaba tomando mucho últimamente. Blanchet le dio la razón. Tal vez esta noche, cuando volviera, gracias.
Se duchó rápidamente y salió de la sala de baño envuelto en una bata. Se tendió en la cama y tomó uno de los libros que tenía en la mesa de noche: tres obras de teatro de Anton Chejov. No sabía bien por qué, pero Chejov le encantaba. Tal vez por esa naturalidad en el detalle, por esa lentitud en la pintura de la derrota, por ese aire quieto y asfixiante, sin perspectivas, de la vida provinciana en la Rusia zarista. El había conocido todo eso, pero en la España de los sesenta. Sí, y de todo eso había querido fugar y, finalmente, nada tuvo sentido. Y menos las guerras que él seguía atizando. ¿Hasta cuando?
En los últimos días había terminado por convencerse de ello. Todos los cadáveres que había visto en esos años se lo demostraban. Hasta el segundo de su muerte, hasta que un cerebro había hecho que un índice se engarfiara en un gatillo, habían sido seres humanos que no tenían otro bien que su piel, su vida, sus sueños. Y habían acabado así, sin razón. Por lo menos en la mayor parte de casos. Ni siquiera la muerte de su padre valió la pena, él lo sabía bien ahora, aunque su gesta fuera comprensible.
Y lo suyo era más que absurdo. Siempre lo supo, pero nunca se atrevió a confesárselo. En un primer momento, porque tenía cuentas pendientes con la España fascista. Después, simplemente porque no tuvo el coraje de enfrentarse a sus amigos. Y así había llegado a ese punto. Lobo solitario en medio de la montaña, sólo con derecho a la luna y al aullido. Y así seguiría para siempre, ocultándose del sol, con el rabo entre las piernas. ¿Y si un día pudieras desembarcar en el aeropuerto de Lima y llamar desde allí a Txomin, el perulero, quien, según sabía, era ahora un próspero industrial? ¿Y si le pedía ayuda? ¿Y si Txomin lo instalaba en alguna playa desierta de ese país remoto y él se dedicaba por el resto de sus días a la pesca, a la lectura, a la poesía? ¿Y si...?

Se levantó sobresaltado y miró el reloj. La una y cuarto, Goycochea. Tenía que apurarse. Ahora sí tenía todo claro. Se vistió a prisa, recogió sus libros y su ropa y los puso en un maletín. Reunió sus papeles, incluso los borradores inútiles que nunca iba a utilizar. O tal vez sí. Y después de examinar atentamente un mapa de la región, bajó con calma, casi con parsimonia. Blanchet puso de nuevo cara sorprendida cuando le pidió la cuenta. El gascón no demoró mucho con las sumas. Sí, tenía que partir. Había recibido malas noticias de la familia y tenía que interrumpir el tratamiento. Tampoco le objetó que pagase con efectivo y hasta hizo un gesto de que le convenía. Por supuesto, sin factura, señor Mora. No, no, a él no le importaba. A quoi bon? El próximo año las cosas irián mejor. Mil gracias.
Ah, señor Blanchet, lo olvidaba. Era muy probable que más tarde alguien lo buscase. Eran parientes y amigos que querían pasar unos días con él en Luchon ¿Podía darles un mensaje? La salud de su madre lo obligaba a viajar urgentemente a España. Por ahora se dirigía hacia el Valle de Arán, para pasar cerca del Aneto y admirarlo una vez más. Luego iría a Viella. Si tenían tiempo, y ganas, que lo siguiesen. Si no, dígales que les estoy enviando por correo conservas de la región, que estén atentos, que les aproveche.
Cuando Goycochea salió a la explanada, sintió nítidamente que estaba renaciendo, que estaba dando los primeros pasos para empezar una nueva vida. Y eso era tan nítido como ese planeador que volaba lejos, sereno como un águila. Antes de subir al automóvil miró el Aneto y le pareció que la montaña le sonreía. Ninguna nube perturbaba el cielo azul de esa tarde veraniega. Otra vez hizo el descenso con calma. En una curva vio que el planeador, que volaba ahora más bajo, era en realidad un ala delta que bajaba lentamente, en círculos, sobre la ciudad.
Al llegar al valle, a la bifurcación, en lugar de ir hacia la ciudad o hacia el paso de Portillon, tomó la carretera que remontaba junto al río Lys. Se juró no parar por nada en adelante. Se juró llegar por carreteras grandes o pequeñas, por cualquier medio, hasta Marsella, y, más lejos aún, hasta Argelia. O, ¿por qué no?, hasta el Perú, donde una playa perdida, lejana, sin fin, lo esperaba. Sí. Goycochea respiró hondo, esperanzado. No se dio cuenta de inmediato que un Renault nuevo, con tres personas, lo seguía a buen paso, manteniendo la distancia.

© Alfredo Pita

* Morituri, Ed. Ecla, París 1990

 


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Comisión de la Verdad y la Reconciliación. Presentación del Informe Final - Lima, 29.08.03

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